lunes, abril 2
En hilera...
Un pelícano azul entre los reflejos del atardecer pescaba camarones. Sus plumas como seda impermeable, consentían que las gotas desprendidas del lago, esbozaran un sarpullido sobre su cuello y en su torso. Las gotitas rosa como el agua, dibujaban una erupción de lunares brillantes que se atraían entre sí, para componer hilillos y manchitas mas grandes, antes de resbalarse por un costado y caer, desapareciendo confundidas con el agua. Levantó la cabeza con una maniobra lenta y estiró el pico hacia el cielo para husmear el aire. El murmullo del viento, salobre y cálido, transportaba una risa machacona y macabra.
Dos grandes bueyes almizcleros de patas cortas se encontraban en la orilla. Sus anchas trompas terminaban en dos orificios negros como cañones. Detrás de ellos, la manada con hembras y crías parecía ajena a la parada que estaba a punto de comenzar. Los plumeros de las plantas de orilla se doblaban con el ímpetu del viento y desprendían pelusillas que arrancadas de su punta, flotaban metros y metros en el aire, formando una ola dorada sobre la encarnada mancha del sol en la laguna.
Tres vehículos todo terreno hicieron su aparición sobre las dunas. Delante de ellos un ciervo de pesada cornamenta huía despavorido. Su lengua grande y rosada asomaba una cuarta por un lado de la boca. Sobre cada vehículo brillaban dos escopetas. Los cazadores sujetos a sus sillas por fuertes correas bailaban como monigotes, zarandeados con los vaivenes de las ruedas sobre los surcos dibujados en la arena.
Cuatro disparos se oyeron, y casi al mismo tiempo la bandada de pelícanos levantó el vuelo. El asta derecha del ciervo se quebró con un chasquido sordo a la altura de la tercera punta y se quedó colgando, medio astillada. Se agitaba peligrosamente sobre los ojos del venado al ritmo trepidante de su carrera. Una defensa del trozo arrancado pero aún sujeto al resto, amenazaba con lacerar su ojo. El ciervo, brillante de sudor alcanzó el agua, cubriéndose casi de inmediato con la urticaria de salpicaduras rosa. Su miedo contagió el agua de un temblor irrefrenable.
Cinco hombres se erguían sobre la orilla. Con sus manos trataban de protegerse del sol frontal mientras escudriñaban la laguna en un atardecer que deslumbraba sus ojos detrás de las gafas oscuras. El sol, aún más bajo y más rojo, despedía destellos verdosos. _Lo perdimos_ musitó el que tenía la frente cubierta de arrugas en cuadrícula. _De eso nada_ respondió el de la nariz aguileña _vamos tras él_. Se subieron a los vehículos y empezaron a avanzar por el agua, ahora bermellón como sangre fresca.
Púrpura como la sangre densa.
Dos grandes bueyes almizcleros de patas cortas se encontraban en la orilla. Sus anchas trompas terminaban en dos orificios negros como cañones. Detrás de ellos, la manada con hembras y crías parecía ajena a la parada que estaba a punto de comenzar. Los plumeros de las plantas de orilla se doblaban con el ímpetu del viento y desprendían pelusillas que arrancadas de su punta, flotaban metros y metros en el aire, formando una ola dorada sobre la encarnada mancha del sol en la laguna.
Tres vehículos todo terreno hicieron su aparición sobre las dunas. Delante de ellos un ciervo de pesada cornamenta huía despavorido. Su lengua grande y rosada asomaba una cuarta por un lado de la boca. Sobre cada vehículo brillaban dos escopetas. Los cazadores sujetos a sus sillas por fuertes correas bailaban como monigotes, zarandeados con los vaivenes de las ruedas sobre los surcos dibujados en la arena.
Cuatro disparos se oyeron, y casi al mismo tiempo la bandada de pelícanos levantó el vuelo. El asta derecha del ciervo se quebró con un chasquido sordo a la altura de la tercera punta y se quedó colgando, medio astillada. Se agitaba peligrosamente sobre los ojos del venado al ritmo trepidante de su carrera. Una defensa del trozo arrancado pero aún sujeto al resto, amenazaba con lacerar su ojo. El ciervo, brillante de sudor alcanzó el agua, cubriéndose casi de inmediato con la urticaria de salpicaduras rosa. Su miedo contagió el agua de un temblor irrefrenable.
Cinco hombres se erguían sobre la orilla. Con sus manos trataban de protegerse del sol frontal mientras escudriñaban la laguna en un atardecer que deslumbraba sus ojos detrás de las gafas oscuras. El sol, aún más bajo y más rojo, despedía destellos verdosos. _Lo perdimos_ musitó el que tenía la frente cubierta de arrugas en cuadrícula. _De eso nada_ respondió el de la nariz aguileña _vamos tras él_. Se subieron a los vehículos y empezaron a avanzar por el agua, ahora bermellón como sangre fresca.
Púrpura como la sangre densa.
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